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lunes, 12 de diciembre de 2011

El hombre del perro



Sin pensarlo, atravesé la amplia avenida principal colindante al portal de mi casa, aprovechando el semáforo en rojo. Se hallaba siempre abarrotada de coches; si dejaba pasar la oportunidad en la que todos se habían detenido momentáneamente y se abría ante mí un tentador espacio factible a la hora de vadear una cascada incesante de atolondrados vehículos, más tarde tendría que esperar paciente a que la próxima oleada se interrumpiera. Recorrí con apremio la acera contraria; a unos cincuenta metros me esperaba mi amiga y compañera de trabajo en su coche para dirigirnos a nuestro puesto ordinario. Un escaparate de una agencia de viajes, el portal de otra amiga, un señor paseando a su perro y una llamada perdida en mi móvil más tarde, llegué al lugar de encuentro. Mi amiga aun no había llegado y, de repente, me percaté de que mi nueva ruta me había impedido abordar el usual escenario, a la altura del semáforo. Ahora tendría que aguardar al menos un día más para comprobar la nueva reacción del peculiar mendigo.
El día transcurrió como de costumbre sobreviniendo una actividad tras otra y sin apenas tiempo para contenerse en medio de tanto ajetreo. Cuando quise darme cuenta, ya estaba tumbada en la cama y mis párpados comenzaban a pesar cada vez más. Amaneció diluviando y afirmaría que durante la noche me desperté en más de una ocasión con el sonido del agua golpeando los cristales. Cuando crucé el portal y salí a la calle, me ví obligada a acelerar mis pasos buscando algún otro portal o techado que me sirviera de refugio momentáneo. Veloz, bajo una cortina de agua, el temporal había convertido la calle desierta en una estampa que, unida a la ausencia de mi usual vecino, era desoladora. Ya había llegado la época de lluvias... ¿Y si ya no dejaba de llover?


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