Los días en que no
se movían las hojas, volvía a extraviarse. Aterrizaba inmersa en un rumbo
cuyo derrotero no había sido escrito por ella, o al
menos eso pensaba. En él se describía prolijamente cada pormenor.
Reconoció el muelle colindante a la familiar playa. El manual trazaba
la línea de tierra serpenteante, delineando cada hendidura o reborde, hasta
llegar al faro. El reflejo de aquella baliza le nubló la vista una vez.
Recuerda que perdió el equilibrio separándose del pasamanos desde el que se
ensalzaba el soberbio horizonte, justo un momento antes de que la
balaustrada cediera. El grueso volumen velaba por ella
recogiendo en sus páginas numerosas contingencias como ésta, que habían sido
sorteadas con éxito. Fue entonces cuando la convicción de alarma se
activó e inesperadamente el desasosiego se desvanecía, alimentando sus alas. Crecieron y
volvieron a crecer, de manera que el único peligro que el derrotero apercibía
ahora, era la pérdida de su medio de transporte...
Las alas y
el libro eran la misma cosa.
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