El eterno hervidero de semillas, pugnaba cada segundo por ocupar un hueco en
aquella tierra hostil. Sin embargo, el hueso de la aceituna ni siquiera se
planteaba germinar.
Un día se detuvo, sólo fue necesario
un instante para observar aquel viejo olivo. Lo miró como parte de su esencia, en
un presentimiento compartido del inexorable porvenir. Se preguntaba si sería
consciente de que no eran ya sus brotes los que marcaban el ritmo. ¿Sentiría acaso
cómo su savia perdía fuerza? Se derramaba, en un goteo constante, sobre la nueva
semilla de sus frutos, futura dueña de sus raíces. El tiempo supuso una lucha
constante y cuando el final se acercaba, no podía hacer otra cosa más que
esperar, apagándose pacientemente.
El hueso de la aceituna, cuya
semilla, futura reincidente, permanecía oculta bajo una cubierta leñosa, a
falta de ser lacerada con cada paso de vida.
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