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sábado, 1 de febrero de 2014

El jardín de la vida

Había un pequeño petirrojo, que vivía en la gran secuoya del jardín de la vida. Este era el lugar donde empezó a forjarse el destino de una niña ansiosa, receptiva ante la explosión natural e inevitable de la existencia. Una mañana de un domingo despejado y cálido del final del invierno, avanzaba la historia de los pequeños pero no por ello menos importantes, habitantes de este jardín. La niña, siempre merodeando por dicho lugar y el huerto circundante, observaba a los caracoles que, a través de la tierra húmeda por el último riego, emergían impasibles hacia donde se encontraba el sol. En un tupper con una cubierta verde camuflada entre la hierba estaba “Mimisicú”, la que había sido su mascota los últimos seis meses. La chiquilla lo había recogido antes de la llegada del frío, en un intento por salvarle, además de acercarse un poco más a ese extraordinario universo de la creación. Se trataba de un caracol al parecer de tipo español, según le había dicho una de sus profesoras, lo cual no suponía un disparate, considerando que nos encontrábamos en España. El sosegado molusco se había pasado los seis meses de su cautiverio en aquella cajita de plástico supuestamente hibernando, aunque su raptora no estaba segura de ello. A pesar de todo, se había convertido en la atracción de todos sus compañeros, que continuamente le pedían que lo llevara al aula. De esta manera, los gusanos de seda pasaron a un segundo lugar por un tiempo. En cualquier caso, ya se acercaba la primavera, por lo que consideró oportuno devolverlo a aquel afable jardín, dónde ya no existía peligro por la época invernal. Cuando el diminuto animal se encontró en su hábitat, inició el imperturbable camino en dirección a la zona soleada junto a sus congéneres. En aquel momento hizo su aparición la avecilla herida y de color rojo oscuro con destellos centelleantes. La atención de la muchacha abandonó por completo a los caracoles para posarse en aquel pajarillo. Lo recogió con mucho cuidado y, sin saber qué hacer, se lo llevó a su abuelo que se encontraba en la casa. El hombre le dijo enseguida que el animal en cuestión era un petirrojo. Era la primera vez que la chica se topaba con un ave de este tipo, lo más usual eran los gorriones que pululaban por el patio del colegio. Así, los dos se acercaron a la gran secuoya para posarlo en una ramita, dónde su madre le seguiría alimentando. Cuando la niña debía volver a la ciudad, anhelaba el contacto con la naturaleza que se expresaba con esplendor en aquel pueblo, lejos de los suelos grises de hormigón. Sin embargo, siempre buscaba un sitio recóndito en alguna cuneta o pobre parterre urbano dónde volver a la esencia que reafirmaba sus orígenes. Pronto, su escondite fue destapado por la urbanización que también alcanzó a esta área tradicionalmente rural. ¿A dónde irían ahora los caracoles y petirrojos que lo habitaban? Para una niña de 11 años esto sugería el rotundo final de una etapa, la primera y una de las más determinantes sin duda. Más permaneció impávido en su mente, definiendo su trayectoria profesional y personal, reavivando la imaginación en el recuerdo, dónde siempre estaría vivo aquel viejo jardín de la vida.


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