-Capítulo 2-
El tren del destino
Argo era un apasionado de la antropología, doctor y profesor retirado desde hacía tres años. Tras su jubilación, había viajado a numerosos lugares salvajes y se había quedado por un largo tiempo en cada uno de ellos. Su filosofía consistía en que para conocer una cultura era preciso adentrarse en ella. Así, había sido capaz de realizar prácticas que a ojos de los demás pueden resultar espantosas, sacando siempre una enseñanza positiva de ello y convirtiéndolo en algo vital. La joven quedó fascinada de inmediato con su ideología y las experiencias que relataba pausadamente intercalando pequeñas pausas que a Cirene se le antojaban eternas. No pudo evitar recordar a su abuela mirando al vacío en medio de sus relatos, saboreando cada palabra o, mejor dicho, cada emoción evocada del mismo. Sin embargo, el antropólogo insistió de manera contundente y desde el principio en que debería de prepararse para este proyecto, lo cual no sería fácil y les llevaría tiempo. No obstante, los gastos correrían de su cuenta y solo cuando finalizaran dicho periodo, ella tendría su primer salario. También se afanó en dejar claro que era libre y que en cualquier momento podía abandonar el adoctrinamiento, no obstante, Cirene estaba casi al cien por cien segura de que eso no iba a ocurrir. La chica era de esas personas que se entregan por completo en sus empresas, adoptando la forma de una esponja terca, que no cede en su destino hasta rebosar pasión por todos sus poros. Para cuando terminaron la conversación, la chica no podía evitar considerar a Argo como su nuevo mentor y la emoción que le embargaba restó importancia al semblante serio del profesor cuando le advertía de la dureza de la etapa preparatoria que le proponía.
Ella no podía imaginar lo que él tenía preparado. Imaginó que debería pasar otro largo tiempo entre libros visitando archivos y bibliotecas, pero ese no era el estilo de Argo. Él era partidario de la práctica y consideraba la formación académica de Cirene más que suficiente por el momento.
‒Prepare una mochila. Le enviaré una lista esta misma noche con las cosas que va a necesitar. Puede guardar las facturas y yo me haré cargo de las mismas.
‒De acuerdo ‒contestó ella algo aturdida e intentando asimilar.
‒¿Creía que su preparación iba a ser en la ciudad? Lo que usted podía aprender aquí sobre las tribus está recogido en todos los libros y documentales que estoy seguro ya ha visto, en su mayoría ‒se hizo un silencio. Esperaba una confirmación por parte de él antes de hablar‒. Nos vamos de viaje. Espero que no suponga un inconveniente. Puedo redactar un contrato de formación a modo de documento legal donde se exponga nuestro vínculo profesional.
No existía impedimento alguno, ciertamente. Su familia ya estaba lejos de todas formas, no tenía pareja y si no hacía esto, tampoco tendría trabajo, así que no lo pensó. Sin embargo, dicho contrato serviría para aplacar el ansia de saber que siempre tienen los padres y podría apaciguarlos con esta nueva empresa.
‒Organizaré los tickets y le informaré sobre la hora y el lugar vía email en cuanto esté listo. Trate de disponer la lista pertinente lo antes posible. Espero que podamos partir en una semana como máximo ‒se despidió el profesor.
Cirene regresó caminando por la orilla del mar hacia la pensión en la que estaba instalada provisionalmente. Su cabeza estaba repleta de maravillosas ideas y oportunidades por venir que se habían avivado con el curso de los acontecimientos. Una sensación de que todo estaba a punto de cambiar recorría todos los poros de su cuerpo. De repente, se fijó en el señor que siempre guardaba aquella barca, junto a las rocas. Estaba tratando de recolectar pequeños animales marinos para después venderlos y obtener una cantidad razonable de dinero con la que alimentar a su familia. Eso había pensado siempre, pero ahora se planteaba que quizás solo era un simple entretenimiento, o quién sabe si el humilde hombre en verdad era un biólogo marino que llevaba a cabo una importante investigación. De la misma manera que nadie podría haber reconocido a su mentor inmerso en cualquier tribu, como un erudito de la edad moderna. Sin duda, llevaba mucho tiempo suponiendo demasiadas cosas.
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Afortunadamente había utilizado su mochila de camping para viajar a Dardania, así que no tendría que ir a comprar una, aunque esperaba tener que ir a por repelente para mosquitos y algunas cosas similares. Ella amaba el entorno natural, pero llevaba demasiado tiempo cultivando su pasión entre letras, y el pensar que ahora tendría que salir ahí fuera, dónde acontecieran todos los ritos o prácticas furtivas que se había encargado de desenterrar con minuciosidad en la polvorienta sección de revistas y diarios de la biblioteca de Zeleia, le provocaba una mezcla de ansiedad y entusiasmo. Sin embargo, cuando recibió la lista de Argo quedó asombrada al comprobar que iba realmente en serio cuando se refería a introducirse por completo en el ambiente tribal, ¡ni siquiera podía llevar calcetines! Cirene estaba acostumbrada a dormir con calcetines desde que Deyanira, amante del cine de terror, le contara una historia sobre un ente que se dedicaba a agarrar los pies mientras dormías.
Así, Argo le pedía escrupulosamente que no llevara nada más de lo necesario, considerando por necesario lo que incluía su lista:
- Una muda de ropa ligera que consistirá en un pañuelo amplio de colores vivos.
- Una manta liviana y de pequeñas dimensiones.
- Su documentación para viajar.
- Deberá llevar puestas unas sandalias abiertas que no pesen y ropa veraniega que solo usaremos durante el traslado y de la que no le importará desprenderse.
PD. Podrá usar el pañuelo o la manta como bolsa de viaje.
Terminaba «suavizándolo» diciendo que el resto debería de proporcionárselo el entorno y, cuando fuera posible, sus futuros amigos. Por último adjuntaba el contrato con su firma, a falta de la suya.
Estaba claro que, tal y como afirmara Argo en su primer encuentro, esta experiencia no iba a ser fácil y, por lo que podía observar, no iban a alojarse en hoteles de cinco estrellas. Pero Cirene confiaba en que no iba a estar sola, que no iba a necesitar sus gafas de montura alta para leer y que una «práctica de campo» o visitar algunos lugares empatizando con el medio ambiente no le vendría mal.
Cirene explicó a su familia que los próximos meses iba a hacer unas prácticas antes de ser contratada definitivamente. Era consciente de que no iba a llevar teléfono móvil pero esto no iba a suponer un problema. Su familia estaba acostumbrada a sus ausencias en lugares recónditos o sin cobertura, tales como aquel campo de trabajo en un yacimiento arqueológico al que se unió durante todo un verano en lugar de ir de vacaciones al mar. Su hermana 3 años menor, Teca, ya se encargaba de colectar todo el calor del hogar que se resistía a abandonar, y ella tenía asignado el papel de hija despegada y desconsiderada. No solía prestar atención a su celular si no era para buscar información sobre fiestas populares singulares o aquello que captaba su atención en un momento y lugar determinados; pero ni siquiera podría disponer de esa fuente de información durante esta experiencia.
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Ya habían pasado siete días con sus siete largas noches en las que los paseos se hicieron habituales como consecuencia de los nervios, que no le dejaban dormir. Había imaginado todo tipo de historias a partir de los breves relatos que tuvo el placer de escuchar de Argo. Su fogosa elucubración desembocó en variados sueños nocturnos que figuraban sus expectativas. En uno de ellos, se encontraba en medio de un desierto, de noche. Una casi imperceptible luna nueva alumbraba tenuemente la escasa vegetación, cubierta casi en su totalidad por la arena. Inesperadamente vislumbraba una potente luz a lo lejos. Era como un faro de un coche que se acercaba, hasta que estuvo tan cerca que no podía ver y, entonces, se despertó en medio de una sacudida. No era la primera vez que todo su cuerpo vibraba al soñar con algo inquietante. Empezaba a impacientarse. Su buena amiga Deyanira, también antropóloga, se encontraba haciendo un curso en Dardania durante ese verano y le había ofrecido quedarse con ella en su piso de alquiler temporal. Sin embargo, Cirene sabía que su nueva pareja estaba viviendo con ella y prefería aguardar en la pensión. Argumentó que estaba cerquita del mar además de que sus nuevos fondos pagarían el hostal y, aunque fue difícil, finalmente logró que su amiga accediera. Era una chica efusiva, entusiasta de las ciencias sociales y una persona tan íntegra que a veces parecía quebrarse ante las desavenencias de la vida, aunque finalmente afloraba en ella una energía producto de su positivismo y seguía adelante con un vigor propio de las protagonistas de las comedias románticas. Era admirable cómo amaba cada cosa que hacía en la vida y, aunque había sufrido mucho por la pérdida de su última pareja en un accidente de tráfico hacía cuatro años, seguía mimando a sus allegados y cuidando sus estudios. Cirene necesitaba sentir esas buenas vibraciones más que nunca, la idea de que quizás todo se esfumara y desaparecieran sus sueños estaba empezando a hacer mella. Una delgada línea la unía con todo aquello que surgió hacía ya una semana. Caminaba sobre este hilo, cada vez más expuesta y comenzaba a perder el equilibrio; definitivamente no había nacido para ser trapecista. Cuando más urgía recibir noticias, sonó un bip en su teléfono móvil. ¡Era Argo!
«Buenas noches Cirene. Disculpa la espera. Ya está todo arreglado. Le espero mañana en la Estación Sur Medea a las 8 de la mañana.»
En el hostal le permitieron alquilar una especie de taquilla en la que guardar todas las pertenencias que había traído con ella y que ahora no le servirían. Entre ellas su preciado teléfono móvil y su e-book. El entusiasmo la había despojado de todo sentimiento de cansancio e incluso, de hambre. Camino de la estación se despidió del cristalino Mar Casiopeo. Alabó su encanto y magnificencia durante un momento, apoyada sobre la barandilla que precedía una baliza, la cual señalizaba precaución por reformas en el paseo marítimo. Cuando se iba a dar media vuelta algo proveniente de las rocas la deslumbró. Súbitamente le invadió el recuerdo del reciente sueño que había tenido y, sin más previsión se inclinó sobre la baranda subiéndose en el peldaño de ésta para inspeccionar la procedencia de aquel centelleo. Probablemente sólo se trataba de un botellín de cerveza que alguien había arrojado la noche anterior. Pero su incansable curiosidad y quizás algo más le impulsaba a averiguar con exactitud de qué se trataba. Si el soporte metálico que la separaba de las grandes piedras no hubiera sido provisional por las obras, seguramente habría soportado su peso, dado que era una chica de media estatura y menuda, pero no fue así. Lo siguiente que vio tras precipitarse sobre las rocas fue la baliza color naranja que iba a chocar directamente contra su cara. Por fortuna, el acantilado no era tal, sino un despeñadero artificial que hacía las veces de rompeolas y decoración, por lo que contaba con un reposadero al que fue a parar una aturdida Cirene. El agua alcanzaba en ocasiones esta altura, así que el descansillo de tierra estaba dotado además, de un generoso charco. La muchacha, antes de abrir los ojos y ver a un obrero a su lado, al que había derrumbado en su trayecto, pensó que así debería de haberse sentido su abuela en la isla de Prokonnesos al tropezar con aquel árbol.
‒¡Está usted loca! ¡Podría haberse matado y de paso a él también! ‒El capataz gritaba desde arriba tras comprobar que la chica estaba ilesa, aunque algo confusa por el golpe y el cambio tan rápido de ubicación.
‒No parece que te hayas golpeado fuerte. Déjame ver tu mano, creo que ella te salvó del golpe en la cabeza. ‒El obrero arrodillado junto a Cirene supervisaba los daños con apremio.
‒Gracias. Lo siento mucho. ¿Estás bien? –Era un chico joven, quizás un par de años mayor que ella y no parecía el típico albañil o peón de obra. Su piel no estaba curtida por el sol en absoluto.
‒Sí, no te preocupes, sólo me has desequilibrado, pero no me he golpeado ‒contestó el joven colocándose el casco amarillo que llevaba algo ladeado.
‒¿Qué hora es? ¡Tengo que irme! ‒Cirene se percató que apenas tenía tiempo para llegar a la estación.
‒¿Puedo llevarte a alguna parte? ‒preguntó cortés el muchacho. Ella se levantó y comenzó a sacudirse rápidamente mientras él se encontraba a medio camino escalando por un terraplén situado a unos dos metros de la escena–. Yo ya he terminado aquí ‒Y le tendió la mano.
‒¿Antes de las ocho de la mañana? ‒se sorprendió ella.
‒Sí, soy el delineante. Estaba revisando que todo se ejecutaba conforme a los planos, pero ya me marchaba cuando me llovió una chica del cielo ‒explicó sonriente. Cirene no era suficientemente confiada como para aceptar una invitación de aquél tipo viniendo de alguien totalmente desconocido. Sin embargo, apenas pudo mostrarse dubitativa dadas las circunstancias.
‒De acuerdo, me salvas la vida ‒aceptó ella ya una vez estando a pie de calle.
El viaje en coche fue corto y ajetreado. Al parecer el chico había venido a Dardania por trabajo y no conocía la ciudad. Cirene le fue indicando el camino. Cuando llegaron le dio las gracias y tras bajarse del vehículo precipitadamente y corriendo hacia el andén, él bajó la ventanilla y le preguntó su nombre. Ella se lo dijo mientras corría y acertó a escuchar en respuesta algo así como «Eneas». Volvió a darle las gracias mientras se alejaba corriendo hacia Argo que ya se encontraba frente al tren esperándola.
‒¿Se encuentra bien? ‒preguntó el profesor observándola. Tenía la cara roja por la carrera y sus ropas estaban mojadas y manchadas de tierra.
‒He tenido un percance viniendo de camino. Pero estoy bien. Gracias. ‒La chica no pudo evitar recriminarse en su interior el caprichoso merodeo y sus consecuencias. Además, podía sentir cómo su rebelde cabellera, ya de por sí recogida descuidadamente en una trenza, campaba a sus anchas. La chica experimentaba una particular aversión hacia esos pequeños e indomables mechones que anidaban en la parte superior de su frente dónde le nacía el pelo.
De repente cayó en la cuenta de que ni siquiera le había preguntado al muchacho por su procedencia pero eso no era importante ahora. Quizás no volviera a verle y ya habían subido al tren de su destino.
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