-Capítulo 3-
Las criaturas de Leda
Subieron
al tren y, una vez acomodaron el equipaje, la antropóloga se decidió a
preguntar:
‒¿Puedo saber a dónde nos dirigimos?
‒Está bien. Ya es hora de darte un poco de información. Me costó
bastante escoger el lugar y, en concreto, la tribu con la que intentaremos
socializar. Finalmente seleccioné la tribu nómada de Andrómaca o de los maqueos
‒expuso el hombre.
Cirene
había escuchado algo, aunque muy poco sobre esta sociedad tribal. Sabía que se
encontraba al sureste, en las tierras de Leda, dónde según la época del año,
debían enfrentarse a fuertes lluvias o a escasez de agua.
‒Conozco poco sobre ellos, pero estoy convencida que será muy
interesante aprender sus técnicas de supervivencia, dadas las condiciones
climáticas extremas de la zona ‒contestó asertiva.
‒Efectivamente, esa era la idea, que no supiera mucho sobre dicha etnia.
En cuanto a las enseñanzas, sólo puedo decirle que quizás no las reciba
directamente de ellos en un primer momento, ya que no estamos invitados en
principio. Pero bueno, eso es algo de lo que nos preocuparemos más adelante ‒y
añadió‒: ¿Te gusta jugar a las cartas?
Argo
resultó ser todo un rival jugando a la brisca. La muchacha advertía en su
contrincante cómo su respiración se interrumpía en los momentos de gran
concentración e, incluso, podía escuchar el siseo producido al mesarse los
cabellos de la barba, ásperos de sabiduría. Aun le esperaban cerca de 24 horas
de viaje, ya que prácticamente debían bordear todo el Mar Casiopeo para después
poder continuar en dirección Sur. Cirene se preguntaba por qué Argo había
decidido realizar un largo viaje en tren frente a la posibilidad de coger un
avión o, incluso, un barco que enlazara con el tren en la otra orilla Casiopea.
Imaginó que todo formaba parte del plan y de la ardua preparación práctica que
esperaba con curiosidad. Al ponerse el sol, las historias que contaban el
repiqueteo de los vagones y el susurro de las vías arroparon a la muchacha que
cayó en un profundo sueño.
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Aún
no había amanecido, una leve luz rosada bañaba el horizonte y algunas aves
comenzaban con su labores matutinas. La señal de identidad de Leda era un
pequeño animal autóctono llamado dido;
una mezcla entre ardilla por la cola, nutria por las patas adaptadas al medio
acuático y loro por el prominente pico y el trío de plumas lilas que coronaban
su cabeza desnuda. Le encantaba el agua y solía habitar en el también peculiar
árbol frigio. Este tipo de vegetación
presentaba la ventaja de estar adaptada a cada uno de los intensos cambios que
se sucedían cada época del año. Ahora sus hojas tenían un color rojo intenso
que camuflaban los también rojizos brotes tiernos de los que se alimentaban
muchas de las aves. Además, sus troncos eran totalmente de un color verde claro
intenso, al igual que las grandes orugas que portaban, en cuyo cuerpo exhibían
unas protuberancias negras redondeadas colocadas en línea.
A
intervalos cortos Argo detenía la marcha y observaba atentamente alrededor.
Palpaba alguna planta o el mismo suelo, e incluso escarbaba un poco en la
tierra. La muchacha se preguntaba qué hacía pero no quería interrumpir el
ritual y lo acompañaba silenciosamente. Al cabo de más de dos horas caminando
en esta tesitura al fin tomó la palabra:
‒Estamos cerca de una fuente de agua. El suelo está cada vez más húmedo
y la frecuente presencia de delfos,
lo atestigua –explicó.
‒¿Delfos o didos? ‒preguntó ella.
‒Delfos. Los didos también acuden a
las fuentes de agua pero si hubiera muchos por aquí no encontraríamos delfos, ya que son un apetitoso manjar
para ellos. Mira, los delfos son esos
pequeños insectos que forman un circuito desde las ramas de tinda. Suelen dirigirse a lugares
húmedos en esta época del año porque las hembras ponen los huevos en el agua. ‒La tinda era una planta similar al bambú
pero de color naranja con hojas verdes desperdigadas en grupitos de tres y los delfos tenían una gran cabezota marrón
con antenas, seguida de un cuerpo alargado con tintes verdosos y plagado de
diminutas patas que terminaba en una especie de agujón. Al parecer construían
sus habitáculos en el interior hueco de las varas anaranjadas‒.
Tenemos suerte de que aun estemos en pleno verano, la primavera incluyendo el
mes de junio, es la época del año menos castigada en esta zona. Pero debemos
andar con mucho cuidado, pues de la ausencia de factores limitantes puede ser
peligrosa ya que deriva en una explosión de vida y en una cruda lucha por la
supervivencia.
Pasado
un corto intervalo de tiempo, la guió en dirección a unos frondosos arbustos de
color mostaza. Alcanzó una vara de tinda,
la elevó y llevó a cabo una descarga sobre las matas. Una lluvia de pequeños
granos blancos la impresionó al sentir el impacto de los mismos por todo su
cuerpo. Argo rió estruendosamente al ver su reacción y le ilustró una vez más.
Se trataba de la mitraca, una planta
cuyas semillas compondrían un buen porcentaje de su dieta proteínica en las
próximas semanas. El sabor era un poco amargo al principio, pero después se
asemejaba más a un cítrico. Recogieron una buena cantidad que guardaron en sus
respectivas humildes «mochilas» realizadas con el pañuelo (aún no se habían
desprendido de sus ropas originales tal y como rezaba la enigmática lista de
artículos para el viaje) y, a pesar de que Cirene declaró que estaba
hambrienta, prosiguieron en busca del agua por orden del doctor.
No
les tomó más de una hora encontrar un riachuelo. Cuando lo alcanzaron, siguiendo
los pasos de su mentor, ambos se sentaron en una zona a medio camino entre otra
congregación de los grandes arbustos amarillentos y la orilla. Al principio, la
chica pensó que podría haberse tratado de cualquier río cerca de la ciudad,
junto a una granja o como el que hay en el pinar de detrás de su casa en Zeleia. Para su sorpresa, transcurridos unos
minutos, empezaron a emerger todo tipo de criaturas. Unas iban en procesión y
otras, sin previo aviso, llegaban y se marchaban rápidamente, no sólo desde
tierra, sino también en el mismo río. Los delfos
se sumergían plácidamente en el agua y nadaban por la superficie alegremente
con su ejército de «pies». En una ocasión Cirene se sorprendió al reparar en un
dido que, oculto entre la maleza de
la orilla más alejada, cazaba un par de delfos
que se disponían a abandonar su baño. El hombre indicaba a Cirene que se
mantuviera quieta y callada con gestos, pero sus tripas habían decidido pedir
ayuda en aquel preciso instante y sonaron en mitad de toda la comitiva.
Esperaba que todos salieran huyendo, pero de igual manera que surgieron, se
esfumaron. Miró incrédula al hombre.
‒Ellos están siempre que deciden mostrarse ‒intentó aclarar
Argo.
‒Pero no lo entiendo. No los he visto marcharse, simplemente han
desaparecido ‒expuso ella incrédula.
‒Más adelante lo entenderás. Todo a su debido momento ‒manifestó
el profesor.
Pasaron
la noche a la intemperie, resguardados bajo una aglomeración de árboles frigios para evitar la humedad que caía
desde bien temprano, con la salida del sol. Usaron los restos secos de una
planta que lograron encontrar, a modo de colchón cubierto por la humilde manta.
Cirene se encontraba bastante inquieta. Había muchos sonidos desconocidos para
ella en mitad de la noche y temía que un depredador o algún insecto venenoso
pudieran atacarles en la oscuridad; sin embargo, su guía le aseguró que no
había ningún peligro mientras se mantuviera el círculo de una peculiar planta
que colocaron alrededor de ellos. Era una peculiar planta en tonos azulados y morados
que abundaba en las zonas sombrías, al cobijo de otras mayores a las cuales les
servía de protección. El metis,
considerado sagrado por los aqueos
según le había relatado Argo, desprendía unas esencias que ahuyentaban a los
insectos que atacaban a las plantas mayores. Por este motivo, lo solían
utilizar en sus casas además de en caso de quemadura u otro tipo de herida,
para evitar la infección. Se recolectaban sus carnosas hojas con mayor
antigüedad, ya que eran las que surtían efecto, se separaban en dos mitades y
se empleaba el jugo trasparente que contenían para infinidad de afecciones y
rituales.
La
tímida aparición de claridad actuó como un sedante que alejó el miedo. Los didos empezaban a cantar monótonamente,
como si no existiera nada de qué preocuparse. El profesor aun dormía a un metro
de distancia de ella aproximadamente. Juraría haber escuchado el crujir del
suelo antes de caer exhausta, tras haber estado toda una noche alerta sin
pretenderlo.
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