-Capítulo 4-
Las protección de metis
Cuando
abrió los ojos su acompañante no estaba. Pensó que habría ido al «baño» o se
encontraría cerca recolectando algo para el desayuno. Había mucho silencio y
sus sentidos se activaron cuando vio el círculo de metis abierto en el lado opuesto. Lo más seguro es que el propio
hombre lo hubiera roto al salir del mismo, pero todo resultaba muy extraño, no
se trataba de la clase de persona que descuidaría algo así, estando ella
durmiendo indefensa. De repente recordó que había notado un sonido cuando la
somnolencia se estaba apoderando de ella y corrió a cerrar el círculo con
urgencia. Enseguida pensó que quizás era mejor no exponerse, ya que el metis en principio era para evitar los
mosquitos mayormente, a pesar de su consideración divina. Recogió la manta
dentro de su pañuelo, se lo colocó sobre la espalda y se quedó mirando las escasas
pertenencias del doctor, compuestas por sus sandalias y el pañuelo con el que
se había arropado durante la noche. Decidió dejarlas dentro del círculo, a la
espera de su vuelta y cuando levantó la vista estaba ahí, mirándole
directamente a los ojos.
A
solo dos metros de distancia, un muchacho la observaba. Su tez era morena, lisa
y tenía una expresión de incredulidad en su rostro, que llevaba maquillado en
tonos rojizos y una extraña estrella negra punteada en la mejilla izquierda. Su
pelo estaba recogido en lo alto de la cabeza, en una especie de moño desaliñado
y adornado con multitud de plumas en tonos rojizos y marrones. Iba descalzo y
una tela amarillenta cubría su cuerpo, cruzándose en el pecho, de donde
colgaban cuerdas con adornos de muchos colores. Cuando la mirada de la chica
fue a parar a la estaca de madera afilada que portaba en su mano izquierda,
Cirene hizo el amago de salir corriendo pero por instinto permaneció dentro del
círculo, observándole. Parecían dos estatuas, estáticas en mitad de la pequeña
llanura. Al cabo de unos segundos larguísimos él pareció caer en la cuenta de
algo y, de repente, inclinó su cabeza e hincó una rodilla en el suelo dejando
el arma a un lado. Acto seguido juntó las manos cerca de su frente y casi las
apoyó en la tierra en una profunda genuflexión. Justo en ese momento
aparecieron dos personas más similares y llevaron a cabo el mismo procedimiento
uno a cada lado del primer muchacho. Ella no pudo más que hacer una reverencia
mal entrenada y, señalando los escasos enseres de su maestro desaparecido,
intentó averiguar si ellos sabían algo de su paradero. Al principio parecían no
entender pero después hablaron entre ellos y debieron llegar a una conclusión
acertada porque la invitaron a que les siguiera. Ante esta proposición, la
muchacha dudó un poco, pero la actitud acogedora le hizo decidirse, así que
agarró el pañuelo de su amigo y se alejó del metis.
No
entendía qué estaba pasando, quizás el círculo de la planta santa les había
hecho creer algo y ahora la adoraban como si pudiera resolver todos sus males,
sin embargo, sentía que no tenía nada que aportar y que sólo ellos eran
portadores de todo el saber tradicional y de esos secretos que permanecían
olvidados y en peligro de extinción y que ahora se presentaban infinitos en su
imaginación de herencia corónide.
Anduvieron
durante más de media hora custodiando sus pasos, adentrándose en una zona de
selva salvaje. La sensación de asfixia del estrecho sendero y sus ocupantes iba
en aumento paralelamente a las gotas de sudor que resbalaban silenciosas por su
espina dorsal. Se sentía presa de su plena atención al sonido sordo y contenido
de la vida que le espiaba a cada paso, cuando el primero de la fila se detuvo
en seco y Cirene tuvo que hacer un esfuerzo por no tropezar con quien le
guiaba. No podía ver nada, salvo el mismo paisaje en todas direcciones. Unos
segundos después durante los cuáles pareció paralizarse el tiempo, el muchacho
de la estrella negra se dio la vuelta para mirarla y, tras hacer un gesto de
asentimiento, dejó paso. Entonces, exhaló un suspiro de alivio ante el sofoco
que le oprimía, para dar la bienvenida a un espacio de tierra soleado que
albergaba un conjunto de unas veinte casas rústicas elaboradas con materiales
arbóreos y cañas de tinda seca. Allí
estaba, era como colarse en un documental de National Geographic y, retrasando
el calendario hasta dónde las nuevas tecnologías eran inútiles, era posible
sentir la tierra hundirse bajo sus pisadas. Se escuchaban voces lejanas y había
varios niños jugando en una enorme charca. Comenzaron a avanzar con su invitada
a la cola y los niños, curiosos, se asomaban esperándoles hasta que llegaron a
su altura y se unieron al grupo entre exagerados aspavientos y gesticulaciones.
Se
dirigieron a la mayor de las casas, de forma rectangular y con una especie de
cortina roja oscura en la entrada. Primero entró el muchacho del moño y, tras
unos minutos, abrió la tela para dar paso a la nueva visitante. Sus dos secuaces
permanecieron fuera, uno a cada lado de la entrada, guardándola y cuidando que
nadie más pasara. Así, se adentraron en la tienda dejando a la muchedumbre expectante.
Cirene tardó unos segundos en que su vista se acostumbrara a la penumbra. A
medida que recobraba la vista, barruntó otras tres personas sentadas en el
suelo de caña con las piernas cruzadas: un hombre anciano con el pelo blanco y
suelto, otro hombre de mediana edad que apretaba sus labios y una hermosa joven
de cabello oscuro y ojos rasgados que dirigía su mirada hacia el suelo a
intervalos. Tomaron asiento frente a ellos y todos hicieron un respetuoso
saludo corto con la cabeza. Comenzó a hablar el chico maquillado que le había
descubierto y servido de guía hasta el poblado. Se llevó la mano sobre el pecho
mirando solemnemente a Cirene e, inclinándose pronunciadamente hacia adelante,
dijo:
‒Niké. –A
continuación alargó su brazo hacia la muchacha con la mano boca arriba como si
estuviera presentándola al resto y añadió‒: Sassa. ‒Tras pronunciar
dicho nombre todos los presentes se inclinaron hasta tocar el suelo diciendo‒:
«Gwera».
‒Osso ‒se presentó el
señor mayor e hizo los honores con el otro hombre y la chica joven siguiendo la
misma pauta y articulando sus nombres–: Tonda. Ítana.
Cirene
no entendía nada pero deseaba encontrar a Argo así que ante tal recibimiento, ella
sólo acertó a elevar el pañuelo del hombre, que todavía portaba en su mano
derecha y enseguida Niké juntó sus manos antes de levantarse y le indicó que le
siguiera de nuevo. Ella hizo lo propio y salió del habitáculo tras él.
En
la entrada los niños jugaban con una vara de madera tallada con una ligera
curvatura hacia su mitad donde portaba una especie de cuerda corta. Agitaban en
círculos la misma valiéndose de la cuerda y la lanzaban de manera que se
producía un efecto boomerang algo impreciso a partir del cual todos peleaban
por recuperar el objeto. De repente, quedaron mudos y paralizados cuando el
extraño utensilio golpeó la cabeza de Niké por accidente. Cirene tuvo que
cubrirse la boca para contener la carcajada que sintió trepar por su garganta.
Los chicos se mantuvieron estupefactos y uno de los guardianes de la puerta se
acercó al niño más cercano para propinarle una bofetada. Niké lo detuvo a
tiempo y recogió el instrumento para entregárselo al niño. Después continuó la
marcha como si nada hubiera acontecido. La situación resultaba bastante cómica
pero el respeto que profesaban hacia el guía de la estrella negra punteada y,
probablemente, debido a su propia presencia, dio lugar al sobrecogimiento. La
recién llegada y bautizada Sassa, estaba fascinada con la manera de proceder de
los integrantes de esta tribu. Su actitud ceremoniosa de aparente humanidad le
transmitía algo de seguridad, tal y como demostraba el gesto de Niké. Sin
embargo, era conocedora de infinidad de prácticas oscuras que otras tribus
realizaban con normalidad, lo cual no resultaba alentador en su actual posición
de vulnerabilidad.
Caminaron
hacia la parte trasera del poblado dónde, camuflada en el extremo de la
llanura, se fundía la madera rojiza de una construcción alargada con un grupo
de árboles frigios. En la entrada de
la casa había un par de escalones y su estructura se encontraba elevada unos
centímetros, probablemente para evitar que la humedad del bosque penetrara.
También llamaban la atención dos cuencos con algo que despedía un humo de color
grisáceo. Una persona ataviada con el ya común manto amarillo esperaba en la
puerta y le invitó a secundar a su guía hacia un pasillo con acceso a
diferentes estancias. La luz era débil en el interior, pero Cirene fue capaz de
escudriñar una serie de personas arrodilladas en torno a una mesa baja en uno
de los primeros espacios delimitados que se divisaban en su trayectoria. Niké
se encaminó hacia el fondo y torció a la izquierda. En este caso entrevió una
pequeña mesilla y un hombre inclinado a través de la desgastada tela que pendía
en la entrada. Los trazos de una pluma rasgaban una fina tablilla de madera
pulida, dónde el individuo ejecutaba su praxis con destreza, aunque
sosegadamente. Vestía las mismas ropas que el joven maqueo que le acompañaba, aunque,
en este caso, se extendían por debajo de la rodilla. Una gota de líquido verde
oscuro procedente de la pluma se estrelló con la ilustración. Cirene sospechaba
que su presencia había sido la responsable. Entonces el hombre levantó la vista
y sonrió. Su discípula se arrodilló junto a él increpando cuál era su estado:
‒Ya estamos
dentro – se limitó a decir Argo con un brillo especial en sus ojos.
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