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miércoles, 25 de marzo de 2020

REPARADORES DE SUEÑOS: La protección de metis



-Capítulo 4-

Las protección de metis


Cuando abrió los ojos su acompañante no estaba. Pensó que habría ido al «baño» o se encontraría cerca recolectando algo para el desayuno. Había mucho silencio y sus sentidos se activaron cuando vio el círculo de metis abierto en el lado opuesto. Lo más seguro es que el propio hombre lo hubiera roto al salir del mismo, pero todo resultaba muy extraño, no se trataba de la clase de persona que descuidaría algo así, estando ella durmiendo indefensa. De repente recordó que había notado un sonido cuando la somnolencia se estaba apoderando de ella y corrió a cerrar el círculo con urgencia. Enseguida pensó que quizás era mejor no exponerse, ya que el metis en principio era para evitar los mosquitos mayormente, a pesar de su consideración divina. Recogió la manta dentro de su pañuelo, se lo colocó sobre la espalda y se quedó mirando las escasas pertenencias del doctor, compuestas por sus sandalias y el pañuelo con el que se había arropado durante la noche. Decidió dejarlas dentro del círculo, a la espera de su vuelta y cuando levantó la vista estaba ahí, mirándole directamente a los ojos.
A solo dos metros de distancia, un muchacho la observaba. Su tez era morena, lisa y tenía una expresión de incredulidad en su rostro, que llevaba maquillado en tonos rojizos y una extraña estrella negra punteada en la mejilla izquierda. Su pelo estaba recogido en lo alto de la cabeza, en una especie de moño desaliñado y adornado con multitud de plumas en tonos rojizos y marrones. Iba descalzo y una tela amarillenta cubría su cuerpo, cruzándose en el pecho, de donde colgaban cuerdas con adornos de muchos colores. Cuando la mirada de la chica fue a parar a la estaca de madera afilada que portaba en su mano izquierda, Cirene hizo el amago de salir corriendo pero por instinto permaneció dentro del círculo, observándole. Parecían dos estatuas, estáticas en mitad de la pequeña llanura. Al cabo de unos segundos larguísimos él pareció caer en la cuenta de algo y, de repente, inclinó su cabeza e hincó una rodilla en el suelo dejando el arma a un lado. Acto seguido juntó las manos cerca de su frente y casi las apoyó en la tierra en una profunda genuflexión. Justo en ese momento aparecieron dos personas más similares y llevaron a cabo el mismo procedimiento uno a cada lado del primer muchacho. Ella no pudo más que hacer una reverencia mal entrenada y, señalando los escasos enseres de su maestro desaparecido, intentó averiguar si ellos sabían algo de su paradero. Al principio parecían no entender pero después hablaron entre ellos y debieron llegar a una conclusión acertada porque la invitaron a que les siguiera. Ante esta proposición, la muchacha dudó un poco, pero la actitud acogedora le hizo decidirse, así que agarró el pañuelo de su amigo y se alejó del metis.
No entendía qué estaba pasando, quizás el círculo de la planta santa les había hecho creer algo y ahora la adoraban como si pudiera resolver todos sus males, sin embargo, sentía que no tenía nada que aportar y que sólo ellos eran portadores de todo el saber tradicional y de esos secretos que permanecían olvidados y en peligro de extinción y que ahora se presentaban infinitos en su imaginación de herencia corónide.

Anduvieron durante más de media hora custodiando sus pasos, adentrándose en una zona de selva salvaje. La sensación de asfixia del estrecho sendero y sus ocupantes iba en aumento paralelamente a las gotas de sudor que resbalaban silenciosas por su espina dorsal. Se sentía presa de su plena atención al sonido sordo y contenido de la vida que le espiaba a cada paso, cuando el primero de la fila se detuvo en seco y Cirene tuvo que hacer un esfuerzo por no tropezar con quien le guiaba. No podía ver nada, salvo el mismo paisaje en todas direcciones. Unos segundos después durante los cuáles pareció paralizarse el tiempo, el muchacho de la estrella negra se dio la vuelta para mirarla y, tras hacer un gesto de asentimiento, dejó paso. Entonces, exhaló un suspiro de alivio ante el sofoco que le oprimía, para dar la bienvenida a un espacio de tierra soleado que albergaba un conjunto de unas veinte casas rústicas elaboradas con materiales arbóreos y cañas de tinda seca. Allí estaba, era como colarse en un documental de National Geographic y, retrasando el calendario hasta dónde las nuevas tecnologías eran inútiles, era posible sentir la tierra hundirse bajo sus pisadas. Se escuchaban voces lejanas y había varios niños jugando en una enorme charca. Comenzaron a avanzar con su invitada a la cola y los niños, curiosos, se asomaban esperándoles hasta que llegaron a su altura y se unieron al grupo entre exagerados aspavientos y gesticulaciones.
Se dirigieron a la mayor de las casas, de forma rectangular y con una especie de cortina roja oscura en la entrada. Primero entró el muchacho del moño y, tras unos minutos, abrió la tela para dar paso a la nueva visitante. Sus dos secuaces permanecieron fuera, uno a cada lado de la entrada, guardándola y cuidando que nadie más pasara. Así, se adentraron en la tienda dejando a la muchedumbre expectante. Cirene tardó unos segundos en que su vista se acostumbrara a la penumbra. A medida que recobraba la vista, barruntó otras tres personas sentadas en el suelo de caña con las piernas cruzadas: un hombre anciano con el pelo blanco y suelto, otro hombre de mediana edad que apretaba sus labios y una hermosa joven de cabello oscuro y ojos rasgados que dirigía su mirada hacia el suelo a intervalos. Tomaron asiento frente a ellos y todos hicieron un respetuoso saludo corto con la cabeza. Comenzó a hablar el chico maquillado que le había descubierto y servido de guía hasta el poblado. Se llevó la mano sobre el pecho mirando solemnemente a Cirene e, inclinándose pronunciadamente hacia adelante, dijo:

Niké. –A continuación alargó su brazo hacia la muchacha con la mano boca arriba como si estuviera presentándola al resto y añadió‒: Sassa. Tras pronunciar dicho nombre todos los presentes se inclinaron hasta tocar el suelo diciendo‒: «Gwera».
 Osso se presentó el señor mayor e hizo los honores con el otro hombre y la chica joven siguiendo la misma pauta y articulando sus nombres–: Tonda. Ítana.

Cirene no entendía nada pero deseaba encontrar a Argo así que ante tal recibimiento, ella sólo acertó a elevar el pañuelo del hombre, que todavía portaba en su mano derecha y enseguida Niké juntó sus manos antes de levantarse y le indicó que le siguiera de nuevo. Ella hizo lo propio y salió del habitáculo tras él.
En la entrada los niños jugaban con una vara de madera tallada con una ligera curvatura hacia su mitad donde portaba una especie de cuerda corta. Agitaban en círculos la misma valiéndose de la cuerda y la lanzaban de manera que se producía un efecto boomerang algo impreciso a partir del cual todos peleaban por recuperar el objeto. De repente, quedaron mudos y paralizados cuando el extraño utensilio golpeó la cabeza de Niké por accidente. Cirene tuvo que cubrirse la boca para contener la carcajada que sintió trepar por su garganta. Los chicos se mantuvieron estupefactos y uno de los guardianes de la puerta se acercó al niño más cercano para propinarle una bofetada. Niké lo detuvo a tiempo y recogió el instrumento para entregárselo al niño. Después continuó la marcha como si nada hubiera acontecido. La situación resultaba bastante cómica pero el respeto que profesaban hacia el guía de la estrella negra punteada y, probablemente, debido a su propia presencia, dio lugar al sobrecogimiento. La recién llegada y bautizada Sassa, estaba fascinada con la manera de proceder de los integrantes de esta tribu. Su actitud ceremoniosa de aparente humanidad le transmitía algo de seguridad, tal y como demostraba el gesto de Niké. Sin embargo, era conocedora de infinidad de prácticas oscuras que otras tribus realizaban con normalidad, lo cual no resultaba alentador en su actual posición de vulnerabilidad.
Caminaron hacia la parte trasera del poblado dónde, camuflada en el extremo de la llanura, se fundía la madera rojiza de una construcción alargada con un grupo de árboles frigios. En la entrada de la casa había un par de escalones y su estructura se encontraba elevada unos centímetros, probablemente para evitar que la humedad del bosque penetrara. También llamaban la atención dos cuencos con algo que despedía un humo de color grisáceo. Una persona ataviada con el ya común manto amarillo esperaba en la puerta y le invitó a secundar a su guía hacia un pasillo con acceso a diferentes estancias. La luz era débil en el interior, pero Cirene fue capaz de escudriñar una serie de personas arrodilladas en torno a una mesa baja en uno de los primeros espacios delimitados que se divisaban en su trayectoria. Niké se encaminó hacia el fondo y torció a la izquierda. En este caso entrevió una pequeña mesilla y un hombre inclinado a través de la desgastada tela que pendía en la entrada. Los trazos de una pluma rasgaban una fina tablilla de madera pulida, dónde el individuo ejecutaba su praxis con destreza, aunque sosegadamente. Vestía las mismas ropas que el joven maqueo que le acompañaba, aunque, en este caso, se extendían por debajo de la rodilla. Una gota de líquido verde oscuro procedente de la pluma se estrelló con la ilustración. Cirene sospechaba que su presencia había sido la responsable. Entonces el hombre levantó la vista y sonrió. Su discípula se arrodilló junto a él increpando cuál era su estado:


Ya estamos dentro – se limitó a decir Argo con un brillo especial en sus ojos.


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